He señalado varias veces en esta serie de artículos sobre la
narrativa gráfica que este lenguaje no lo inventaron los americanos a finales
del siglo XIX, y sigo manteniéndolo —a las pruebas me remito—, pero concedámosles algún mérito,
que lo tienen. La misma América que fue descubierta por Cristóbal Colón, ya la
habían descubierto los vikingos, los chinos, los cruzados y sus propios
habitantes indígenas; sólo que, a partir de Colón, se hizo consciente el resto
del mundo de que América existía. De la misma forma fueron los Estados Unidos
quienes concienciaron al mundo entero de la existencia del método de narrar con
imágenes, cuando se dieron cuenta de que podía hacerse, a pesar de que otros lo supieran antes.
Veamos cómo ocurrió.
En el siglo XIX EE.UU. se estaba formando como nación. Con
apenas un siglo de existencia en esa época, no tenía historia donde leer su
pasado y sentía recelo de las fuentes culturales de la decrépita Europa de la
que se había emancipado. Pero era una joven nación con mucha riqueza natural y
una pujante burguesía liberal que, en pocos años, pondría a su país a la cabeza
de las naciones industriales. En este ambiente, el negocio de los periódicos y
revistas alcanzó una vitalidad que llevó al surgimiento de grandes emporios
como los de Joseph Pulitzer y Wiliam Randolpf Hearst, que fueron
grandes competidores.
El naciente país recibió grandes cantidades de población
inmigrante, atraídas por su brioso desarrollo, que huían de las penalidades
sociales del viejo continente. Muchos de ellos eran latinos o eslavos, que
manejaban precariamente el idioma de acogida y, además, en gran parte eran
analfabetos. Los diarios, tratando de incrementar el número de lectores,
distribuían los domingos suplementos, en los cuales tomó mucha importancia la
ilustración y el color, generalizándose los gag-panel, o ilustraciones
humorísticas que abarcaban bastante espacio. Se dio así la oportunidad a muchos
dibujantes de labrarse carreras profesionales y la competencia entre ellos
fomentó la innovación. Los editores se disputaban a los mejores, convencidos de
que sus realizaciones incrementaban las ventas.
Richard Outcault (1863-1928) comenzó a publicar en el New York World, del grupo Pulitzer, en 1895 una gran viñeta
humorística (gag-panel) con un batiburrillo de personajes callejeros
juveniles, usando texto colocado en cualquier parte vacía del dibujo: cajas,
paredes... y el camisón de un niño oriental, el cual sería luego conocido como Yelow
Kid, o Muchacho Amarillo, por ser éste el color del camisón. Las
frases, a modo de las camisetas actuales, en principio eran ocurrencias
graciosas, pero fueron a convertirse en diálogos expresados por el chinito.
Hasta aquí nada de innovación, pues la unión de texto y dibujo llevaba siglos
discurriendo por el Mundo. Tampoco hay narración gráfica, pues son secuencias
únicas. La serie, que se titulaba Down Hogan's Alley, iba asumiendo
rasgos secundarios del lenguaje narrativo, pero no era una narración gráfica.
Hearst consiguió
llevarse al dibujante estrella al New York Journal, convirtiendo al
personaje amarillo en protagonista, el cual dio título a la serie: The Yelow
Kid. Y sucedió que el 25 de octubre de 1896 a Outcault se le ocurrió hacer
una pantomima con dos imágenes consecutivas coherentes y de intención
narrativa. En la primera había un gramófono que está soltando unas frases, y
para ello el dibujante las metió en un “globo” cuyo rabo salía del aparato,
como si éste hablara. También había otro texto con la frase habitual del
camisón del muchacho. En la siguiente escena un loro sale del gramófono con un
globo de diálogo cuyo “rabo” sale de la boca del animal, para hacer ver que es
el loro el que habla y no la máquina.
En esta Narración Gráfica, que lo es realmente, se han
puesto de acuerdo los estudiosos del género para fechar el nacimiento de un
nuevo lenguaje. Pero ni la secuencia de imágenes consecutivas que narran algo
son nuevas (al menos podemos remontarnos hasta el Arte Egipcio y Mesopotámico),
ni los globos de diálogo tampoco (recordemos las filacterias del arte
europeo). Y si se argumenta que lo original es la unión de narración gráfica y bocadillo,
responderé que tampoco es un invento nuevo y además lo segundo es prescindible.
El texto tan solo enriquece la figuración narrativa, no es esencial. El Cine no
nació con el cine sonoro, sino con el mudo. Por otra parte Outcault, al igual que, por ejemplo, Goya con su Bandido Maragato, no se dio cuenta de lo
que hacía y no le dio ninguna importancia, no fue consciente de haber inventado
nada. Pero hizo lo que quería hacer, es decir, narrar con dibujos una historia.
Y tuvo la ocurrencia de utilizar también bocadillos de diálogo.
El caso es que, a partir de aquí, se generalizó el sistema
en el resto de los dibujantes, hasta acabar por constituir una manera común de
realizar las gracietas que publicaban los periódicos. Los dibujantes de los
suplementos dominicales, denominados sundays, generalmente realizaban
pantominas mudas, a veces con niños como protagonistas, a las que fueron
habituando paulatinamente los recursos que las enriquecían, especialmente los
diálogos colocados en globos (ballons) sobre los personajes, que
sustituyeron por su mayor expresividad y agilidad a los subtítulos impresos al
pie de las ilustraciones.
La competencia comercial entre los diarios propició el
nacimiento de las daily strip, o tiras diarias. En lugar de ocupar
extensiones irregulares en las páginas dominicales, se homogeneizaron en el
formato de tiras, con número variable de viñetas. Apilar a varios autores en
una misma página, con formatos similares le permitía al periódico sustituir sin
problema las series que no llegaran a ser populares. El sistema generaría la
permanencia de autores fijos que, a su vez, fidelizaban a los lectores en torno
a sus creaciones, estimulándoles a comprar el periódico. Las tiras se ubicaron
en una sección específica del diario compuesta de una o dos páginas en blanco y
negro, teniendo continuidad en las planchas dominicales y a color; pero dailys
y sundays tendieron a hacerse independientes, narrando por separado
historias diferentes de los mismos personajes. Las secciones de cómic eran
popularmente denominadas funny papers, o “páginas divertidas”.
Las series no se conciben como narraciones con sentido
global que se cierran a sí mismas con una conclusión, sino como anécdotas
alternativas, que escasamente varían las circunstancias de los personajes para
que el lector no habitual no se pierda. Así no hay problema de que una serie
pase de un autor a otro, ya que éstos eran meros asalariados del empresario
propietario. Incluso el autor que, agobiado por unos plazos esclavistas de
entrega de trabajo, no daba abasto, con el tiempo recurrió a unas
colaboraciones externas que generaron una de las características de este
género: contratar ayudantes que pasaran a tinta los bocetos, rotularan los
textos, dibujaran en exclusiva fondos, o personajes, e incluso escribieran los
guiones; aunque luego todo fuera firmado únicamente por el titular. La
profesión acabó convirtiéndose en una factoría de trabajadores que poco se
diferenciaría de la Ford, por
ejemplo.
Outcault
posteriormente triunfaría con las aventuras de un travieso niño rubio llamado Buster
Brown, obteniendo un éxito tal que le permitió dejar de trabajar en 1920,
gracias al dinero conseguido con él. Esto prueba que lo suyo no era “amor al
arte”, sino trabajo artesano para ganarse la vida. La serie fue continuada por
otros dibujantes, haciendo notorio algo que durará muchos años: las obras
pertenecen al editor, que paga el trabajo a un artesano y le mantiene en
plantilla mientras éste tenga éxito y aguante el ritmo de trabajo.
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