O el papel social de la mujer en la Historia, con un ejemplo poco
edificante.
Hubo un tiempo –toda la Historia de la Humanidad, excepto posiblemente
en el neolítico en ciertas regiones y en alguna tribu contemporánea perdida por
ahí– en que la mujer jugaba un papel distinto que el hombre en la sociedad. El
origen está en la organización social de subsistencia en la época de los cazadores-recolectores
prehistóricos, que dejaba a las mujeres al cuidado de los hijos y enviaba a los
hombres a las partidas de caza. En el neolítico, en principio, se democratizó
el papel social de los sexos, ya que tanto unos como otras trabajaron la tierra,
la cerámica y la domesticación de los animales, pero con la creación de
excedentes se inventó la propiedad privada y con ella la defensa armada de los
bienes que asumieron los hombres, creando castas de guerreros que volvieron a
relegar a las mujeres a papeles domésticos, propagando el veneno de la guerra y
el poder.
Podemos decir, por tanto, que históricamente los hombres y las mujeres
han desempeñado papeles distintos, actuando unos en el marco público y otras en
el marco privado o doméstico, hasta el punto de que hasta el siglo XIX, se
pensaba que estos papeles eran decretos divinos y la función de la mujer era
parir, criar hijos y cuidar al marido, el cual se encargaba del sustento
familiar. Pero esto era una mentira institucionalizada, por supuesto, ya que
las mujeres, desde siempre, aparte de esas tareas domésticas han participado del
trabajo que procuraba el sustento familiar, es decir han trabajado, como el que
más… Más que “el que más”, debemos admitir, si generalizamos.
A bote pronto, traigo un ejemplo de la literatura, que es lo que nos interesa en este blog: Cecilia Böhl de Faber y Larrea, escritora española del siglo XIX, adoptó el pseudónimo masculino de Fernán Caballero, para que la tomaran en serio.
A bote pronto, traigo un ejemplo de la literatura, que es lo que nos interesa en este blog: Cecilia Böhl de Faber y Larrea, escritora española del siglo XIX, adoptó el pseudónimo masculino de Fernán Caballero, para que la tomaran en serio.
Pero todo comenzó a cambiar en el siglo XIX. Con la revolución
industrial nació también el movimiento sufragista en el Reino Unido que
perseguía el voto femenino, es decir, sacar a la mujer del espacio
exclusivamente doméstico en el que se la había enclaustrado. Luego, con otros
movimientos, como el feminismo y la revolución sexual de los años sesenta del
siglo pasado –con el hito de la píldora anticonceptiva que puso en manos de las
mujeres la decisión de la maternidad–, todo fue cambiando lentamente hasta
nuestros días, en los que sólo los necios retrógrados le niegan el papel
público a las mujeres. El último hito que se ha roto, aunque todavía algún
cromañón quiere revertir en nuestro país, es una ley de plazos en el tema del
aborto, con el que las mujeres toman la última palabra sobre su cuerpo, sin que
una decisión tan importante como el trauma de abortar tenga que adoptarlo un
tribunal paternalista ideologizado: “Nosotras
parimos, nosotras decidimos”.
Quedan, además, las equiparaciones salariales y la igualdad real de
oportunidades laborales, que ya pocos cuestionan, pero que aún no son plenas,
aunque estamos en ello.
Hoy en día, con una serie de pasos adelante y atrás, estamos en
situación de decir que las mujeres pueden actuar en la esfera pública con las
mismas oportunidades que los hombres. Que pueden abordar el mundo de la
cultura, el laboral y el político, más la realización personal, sin traba
alguna. O, al menos, que existe esa posibilidad que antes no existía.
Por ello podemos decir que históricamente la mujer no ha tenido
relevancia en la esfera social pública que la hiciera pasar con visibilidad a
la Historia. Algunos historiadores intentan paliar esa ocultación, pero
habremos de admitir que pocos nombres de mujeres han transcendido en las
crónicas y cronicones, batallas y conquistas, inventos y descubrimientos… Que
es de lo que se nutre el avance histórico.
Aún así, algunas mujeres excepcionales dejaron su nombre escrito en un
mundo de hombres. Citaré dos de ellas, por ser paisanas principalmente, Isabel
I de Castilla y Teresa de Cepeda y Ahumada –una reina y una monja–. La una
quiso –y lo logró– “montar” tanto como su marido y ser reina única de Castilla
(Fernando tan sólo fue regente de Castilla a su muerte) y la otra llevó a cabo una
labor literaria y de fundaciones de conventos, “entrevistándose” sin intermediarios
masculinos con el mismísimo Dios. Pero había que ser una mujer demasiado
brillante o poderosa para jugar un papel fuera del ámbito anónimo doméstico, y
esto no estaba al alcance de todas, ni siquiera de una minoría, sino de una
excepcionalidad histórica.
Pero hubo un camino, andado por mujeres valerosas, que consistió en
desarrollar un papel fuera del determinismo de su condición, que fue el ocupar
un puesto de hombre, vestida de hombre y haciéndose pasar por hombre. Hubo
mujeres anónimas que lo realizaron, sin duda, pero como era algo que iba en
contra de las leyes sociales y de las normas religiosas, debemos suponer que la
mayoría de los casos quedaran en el anonimato. Hubo mujeres que vivieron como
hombres y como tal fueron enterradas, sin que nadie lo descubriera.
Aparte del mito medieval de la papisa Juana, la literatura ha tratado
estos trasvestismos de forma prolija, por más que resulte anecdótico –saga de
Martín Ojo de Plata, de Matilde Asensi, El Rey Transparente, de Rosa Montero,
etc.–, pero hay un caso real, único por su importancia y que es totalmente
histórico, como es el de Catalina de Erauso, la Monja Alférez, que vistió de
hombre durante prácticamente toda su vida, dedicándose a tareas tan exclusivamente
masculinas como las milicias.
Catalina de Erauso, Juan van der
Hamen, 1626
Catalina, con quince años en 1600, se cortó el cabello, se vistió de
hombre y huyó del convento dominico de San Sebastián donde llevaba desde que
cumplió los cuatro, y en donde su padre, importante militar de Felipe III, le
había internado para darle una educación “apropiada” a su sexo. Pero Catalina
era rebelde y pendenciera, rebelándose contra las convenciones sociales.
Con su nueva personalidad varonil, pasó por Vitoria, Vallladolid, o
Bilbao, sin ser reconocida, ni por su propio padre con quien llegó a
entrevistarse. Se ajustó de paje y de arriero, y más tarde de grumete en San
Lúcar de Barrameda, bajo el mando de su tío, que no la reconoció, llegando al Nuevo Mundo en 1603. He
aquí alguno de los nombres que llegó a utilizar: Pedro de Orive, Francisco de
Loyola, Alonso Díaz, Ramírez de Guzmán y Antonio de Erauso.
Tres años campando a sus anchas, fue algo que en su condición femenina
le hubiera resultado totalmente imposible realizar. A pesar de su valor, su
fuerza y su habilidad con las armas –la iría ganando a través del tiempo–,
hubiera sido asaltada por los caminos, violada, asesinada… No hubiera podido
trabajar absolutamente en nada, ya que una mujer en esa época tan sólo tenía
dos oficios, aparte del casamiento, como era el de monja y el de puta. He dicho
oficios, no trabajos, ya que de estos hacía muchos, tanto casada como en el
convento, por no hablar de la casa de mancebía, donde la palabra “trabajos”
tiene otras connotaciones.
En América se empleó como soldado, participando en guerras, escaramuzas
y matanzas sin cuento: Venezuela, Panamá, Ecuador, Perú, Chile…
En la Guerra de Arauco contra los mapuches, en el Chile actual, se mostró valiente acabando por
ser nombrada alférez. Durante la batalla de Purem murió el capitán y ella tomó
el mando, distinguiéndose por su extrema brutalidad y actos vandálicos, que la
dieron fama de terrible, lo cual paradójicamente la imposibilitó seguir
ascendiendo en la carrera miliar. Se pasó de cruel, vamos, incluso para su
época.
Participó en varios duelos, hiriendo e incluso matando a los
contrincantes, por lo que llegó a estar encarcelada en varias ocasiones y fue torturada y condenada a muerte, ajusticiamiento
del que se libró huyendo.
Llegó a ser nombrada secretario de su hermano Miguel de Erauso, quien
tampoco la reconoció, e incluso Catalina acabó matándole en un duelo, teniendo
que huir por ello a Argentina.
Anduvo en tratos carnales con mujeres, “andándole a la hija entre las
piernas” –palabras textuales suyas, pues llegó a escribir sus memorias–, y
llegó a prometer matrimonio a dos doncellas, teniendo que huir a Potosí para
evitar el casamiento y, por ende, el descubrimiento de su impostura.
En 1623 fue detenida en Perú y encarcelada y es entonces cuando
confiesa, por fin, que es una mujer y que incluso fue monja en su juventud. Dos
matronas la examinaron certificando sus palabras, sin duda era mujer y como
hombre pasó 23 años seguidos sin que nadie lo supiera, habiendo tratado con
mucha gente, alguna de la cual la había conocido como niña y como monja.
Como caso curioso, fue enviada a España, entrevistándose con el
mismísimo rey, Felipe IV, quien le mantuvo su graduación militar de alférez y
le puso el mote por el que a partir de entonces fue conocida: monja alférez. Más tarde se entrevistó
con el mismísimo papa de Roma, Urbano VIII, que la autorizó a seguir vistiendo
de hombre.
En 1630 se instaló en Nueva España (México) y regentó un negocio de
transporte de mercancías, muriendo en 1650.
No es un ejemplo edificante, en absoluto, pues Catalina no sólo asumió
el rol masculino, sino que con él interiorizó todo lo peor que el hombre ha
generado en la historia: la guerra y la violencia, en su rasgo más extremo de
falta de empatía con las víctimas. Pero es paradigmático el que una joven
disfrazada de hombre, no fuese reconocida durante años por nadie, ni aún su
propio padre o hermano, ya que no había quien pudiera imaginar que tras unas
ropas masculinas y un comportamiento viril hubiera otra cosa que no fuera un
hombre.
La literatura tiene un filón en historias de mujeres que pasaron por
hombres, cuyos casos han quedado en el desconocimiento, como hubiera quedado el
de Catalina si muere antes de su último encarcelamiento en el que confesó su
impostura. No estoy proponiendo que se convierta en un género literario, pero
sí estoy justificando que cuando un autor trate la historia de una mujer que se
trasviste en varón, sin que nadie sospeche, sea creído, pues es algo que se hacía
por necesidad, por mujeres que no aceptaron enclaustrarse en el papel social
opresor en el que se las encadenó de por vida, por cuestión de nacimiento.
Dejemos que las mujeres ocupen su papel en nuestra sociedad, con la
relevancia que merecen, y comprobaremos cómo la historia remonta hacia valores
más positivos que los que hemos alcanzado los hombres escribiendo esa historia.
Seguro que ellas tratan de evitar las guerras con más ahínco, ya que son las
que las han padecido en mayor grado siempre: pérdidas de hijos y
maridos, violaciones, ruina económica y hambre… Ellas más que nadie, pues el que queda es el que sufre.
Para saber más sobre Catalina de Erauso:
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