Lo que sigue debe ser tratado como secreto de confesión, ya sea el lector creyente o no, porque revelaré cosas que no he dicho nunca en público. Este artículo es largo, así que espero que ese sea un motivo para que tú, amable lector, abandones aquí y no te adentres en mi intimidad.
Bueno, pues ya que no te vas, seguimos. Es habitual que los
escritores, y las escritoras, declaren que lo suyo es una pasión de siempre,
que nació en la infancia. No es mi caso. Durante gran parte de mi vida ignoré
por completo que lo que me gustaba de verdad era escribir. Por esta razón he
tenido que hacer arqueología de mi vida para trazar mi vocación, oculta a mi
propio entendimiento. Estos son los hitos:
En la preadolescencia —unos once años— se me ocurrió
escribir un diario donde contaría lo que me aconteciese. Con dos o tres
entradas me di cuenta de que era absurdo, pues en el día a día todo es rutina y,
además, no tenía perspectiva para trazar ningún relato. Entonces opté por hacer
una historia de mi vida, de mi corta vida, como preámbulo a lo que luego sería
ese diario. Pero mi vida no era rosa, sino verde, amarga; yo no era feliz,
estaba acomplejado y era muy tímido. Como esos escritos estaban dirigidos a mí,
y a nadie más, me hablé con sinceridad. Fue todo un desahogo que me dio la
posibilidad de tener consciencia de mi situación. Aquellos escritos, en un
pequeño cuaderno de alambres, se los dejé leer a un par de amigos, con mucho
sonrojo, pero con la pretensión de que me pudieran comprender y tal vez
compadecer. Por supuesto que eso no ocurrió, aunque yo me sentí liberado y pude
guardar ese cuaderno en el fondo de un cajón.
Otro recuerdo de aquella época gira en torno al teatro, del
que llegué a ser actor aficionado, aunque aquí omitiré ese episodio. Un poco
antes de eso, a los muchachos del barrio se nos ocurrió hacer una
representación en el garaje de uno y yo me sentí capacitado para escribir la
obra de teatro. Lo hice, la ensayamos y la representamos, cobrando entrada a
familiares y amigos. Luego esa obra la reescribí cuando ya era actor y se
representó en un escenario de verdad. Pero no me enteré de que eso me convertía
en escritor.
La relectura años después de mis primeros «diarios» me llevó
al deseo de escribir de nuevo. Entendí cosas que entonces no comprendía y me di
cuenta de que algunas ideas allí reflejadas las había cambiado por completo,
así que me embarqué en algo más ambicioso, una historia de mi vida, tomando
como partida aquellos escritos personales. Esto me llevó a relatar los
acontecimientos que me marcaron hasta llegar a mi vida adulta en los
veintitantos años. Llené muchos folios, numerados y a bolígrafo. Los guardé,
pensando que podrían servirme cuando llegase la vejez y quisiera reconstruir mi
existencia.
Por entonces, seguía sin saber que era un escritor, mi
verdadera vocación era el dibujo, pero la falta de cualidades me impidió todo
éxito, a pesar de haberlo intentando. Este es otro capítulo que ahora voy a
pasar también por alto.
Durante el bachillerato (BUP) tuve la suerte de tener un
profesor de lengua y literatura de esos que motivan. He hablado de él en otras
ocasiones y lo omitiré en esta para no alargar más mi relato. Me hizo amar a
los clásicos de la literatura castellana y entender el oficio de escritor, el
valor de las palabras y su belleza.
Estudié Geografía e Historia en la UNED, comenzando con 26
años, cuando ya tenía un trabajo estable y una familia. En la UNED no había
clases, solo tutorías de una hora a la semana y no en todas las asignaturas.
Los tutores solo tenían la función de orientar, aunque algunos se excedían y
nos daban unas magistrales clases magistrales. Una asignatura muy exigente era
de literatura castellana y la amé.
El curso se dividía en dos semestres y cada asignatura tenía
un examen de carácter finalista en el que se preguntaba sobre 36 temas, pues
eran 72 cada curso. Teníamos unos manuales en los que se desarrollaban los
temas, que ocupaban entre 30 y 60 folios cada uno, además de los libros de
lectura recomendada. El examen, normalmente, consistía en una serie de
preguntas breves y el desarrollo de un tema amplio. El que cayera. Para ello
daban dos horas. En 10 o 15 minutos yo tenía contestadas las preguntas y el
resto del tiempo se lo dedicaba al desarrollo del tema. Intentaba que me
sobrasen unos 10 minutos al final para corregir las posibles faltas de
ortografía y errores. Me di cuenta, en esas relecturas rápidas, de que era
capaz de escribir de forma estructurada, clara y precisa, y mi recompensa eran
buenas notas.
Bueno, no siempre. Ante la imposibilidad de llevar
estudiados los 36 temas, debido a mi jornada laboral y las obligaciones
familiares, en ocasiones me tocaba algo que no había estudiado y ni siquiera leído.
Pero nunca dejé las hojas en blanco, aprovechaba esas dos horas para escribir
y, ante mi sorpresa, podía estarme escribiendo ese tiempo, sin saber
absolutamente nada del tema y también sin decir tonterías. Al final la nota no
era buena, pero aprobaba.
Lo ilustraré con algún ejemplo. Recuerdo que me cayó en
Historia Antigua «El Imperio Medio de Egipto». No había leído, y menos
estudiado, nada sobre Egipto en ese semestre. Eché mano a la idea que tenía de
la época y el lugar, situé cronológicamente el periodo, arriesgando el error, y
escribí al menos cinco o seis folios. ¡Bingo! Aprobé.
Hay otro tema del que tengo más vivo recuerdo, era de
Historia Medieval: «El reino normando de Sicilia». Pero ¿hubo normandos en
Sicilia?, ¿cuándo?, ¿por qué? Organicé mis ideas. Sabía que en Francia estaba
Normandía, un reino establecido por los hombres del norte, normandos o
vikingos. También sabía que el norte de la península Ibérica había sido asolado
por estos invasores, por lo que deduje que continuaron devastando las costas
portuguesas y llegarían al estrecho de Gibraltar. Una vez introducidos en el
Mediterráneo, conquistaron la gran isla y establecieron en ella un reino
normando, posterior al de Francia. Sí, sí, no había duda, ese reino normando
existía, estaba en el encabezado de la pregunta. Sin ser demasiado preciso en
datos ni nombres, establecí un relato coherente que volvió a asombrarme en la
relectura: ¡estaba muy bien! Aprobé, claro.
Luego, en un largo periodo de mi vida, fui opositor a
profesor de enseñanza secundaria. Son unas pruebas estresantes por las que
tenía que pasar cada dos años. La parte escrita era muy similar a los exámenes
de la UNED y la experiencia fue también reveladora: aprobaba los exámenes
escritos y cuando tenía que leérselos al tribunal me daba cuenta de que estaban
bien redactados. La pena es que no ocurriese lo mismo con los orales, en los
que siempre suspendía.
Aun así, seguía sin darme cuenta de que se me daba bien
escribir. Fue casi con cincuenta años cuando lo descubrí, al rendirme, al
abandonar las oposiciones, cansado del estrés y el esfuerzo, y siendo
consciente de que era más cómodo mi trabajo burocrático que el de profesor, del
que llegué a tener experiencia práctica al ejercer como interino. El tiempo
libre que me quedó al dejar de prepararme las oposiciones se me ocurrió
emplearlo en escribir una novela. Y lo disfruté como un niño en un parque de
atracciones. El organizar su estructura y el ver cómo iba creciendo me hacía
feliz. Encontré una editorial de impresión bajo demanda y la publiqué, se
titulaba «El Inmaterial». Yo mismo tenía que subirla a Internet, hacía la
maqueta y le componía la portada… es decir, todas las labores de edición. Luego
imprimí algunos ejemplares y se los vendí a amigos y familiares. El hecho de
tenerla en la plataforma me ofrecía la posibilidad de corregir continuamente. La
releía y, cada vez que veía algo mejorable, lo cambiaba y volvía a subir la nueva
maqueta. Diez años después, en 2018, realicé una versión más pulida y con
portada profesional, que aún puede
comprarse.
La segunda novela es otra historia y las que vinieron después también. Ya tenía el gusanillo, pero, cuando alguien me trataba como escritor, yo me consideraba un farsante y me sonrojaba. Tan solo era un impostor que había logrado ser feliz escribiendo. Hasta que me di cuenta de que me leía gente desconocida y que había quién preguntaba por mis libros en las librerías y en las bibliotecas; también me llegaban opiniones y reseñas. Es entonces cuando creí que en verdad era escritor. O un humilde escribidor, que no quiero parecer pretencioso.
Amigo Cristóbal, eres un gran escritor. Este título merecido se deduce tras la lectura de tus libros, bien escritos y emocionantes, llenos de sabiduría y excelente técnica narrativa, con la que consigues implicar al lector en los conflictos de tus personajes. Enhorabuena por ser escritor. Nunca es tarde cuando se llega como tú has llegado. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, amigo. Me emocionan tus palabras porque te admiro como escritor. No solo hay que tener facilidad para escribir, sino que detrás debe haber un enorme trabajo de corrección y pulido y antes la planificación de una estructura, además de tener algo que contar. Te considero un maestro en todo ello y he aprendido mucho contigo. Lo mejor, sin duda, de ejercitarse en este oficio es que puedes llegar a conocer personas como tú. Un abrazo
EliminarMe juborizas, amigo Cristóbal. Yo solo soy de pueblo (no de un pueblo cualquiera, eso sí. ¡Soy de El Barraco!). Maestro de nada, solo aprendiz de lecciones que, ¡mecachis!, se me olvidan enseguida. Eso no es óbice para que tenga presentes a mis amigos, y, si además son buenos escritores como tú, admirarte por tu vocación y agradecerte el sentir que transmites y las excelentes técnicas narrativas que te acompañan y de las que se aprenden lecciones que, en este caso, no se olvidan. Sigue contando ficciones como tú sabes, esas que se convierten en realidad cuando te leemos. Un abrazo fuerte, amigo.
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