Los miembros del común constituían el tercer estado en el Antiguo Régimen. Eran los no privilegiados, es decir, los que no pertenecían al
clero ni a la nobleza; los pecheros, los que estaban obligados a pechar —pagar—
y sostener así a los estamentos privilegiados. A estos miembros del común los
llamaron comuneros.
En 1516 un mozalbete extranjero de 16 añicos, nieto de los
Reyes Católicos e hijo de la reina Juana, fue nombrado rey de Castilla, sin
esperar a que le llegase el tiempo de heredar la corona y siendo menor de edad
—dos ilegalidades—. Vino con una corte de nobles y clérigos flamencos en 1517 a
sus territorios peninsulares, a usurpar el trono a una madre a la apenas conocía.
Se llegó a por lo que consideraba suyo y comenzó a repartirlo. A Guillermo de
Croy, por ejemplo, chavalico de 20 años, le regaló el arzobispado de Toledo.
Pero este no quiso molestarse en visitar sus posesiones, se conformó con cobrar
las suculentas rentas.
Esto, a los privilegiados les sentó muy mal, les estaban usurpando
sus derechos. Pero los comunes se plantearon la cosa en serio: ¿podía el rey
hacer su capricho o debía someterse a las leyes del reino? ¿En quién residía la
soberanía? Cuestionarse esto era revolucionario.
El reyezuelo pendejo aspiró a ser emperador del Sacro
Imperio Romano Germánico. Tenía territorios en Alemania, en Italia, en Flandes,
en Castilla, en Aragón y al otro lado del Atlántico. Y podía pagar más sobornos
a los siete magníficos electores que votaban el puesto. Pero necesitaba dinero
y se sintió con derecho a que sus súbditos del reino más boyante, Castilla, se
lo dieran. Para no verse presionado convocó unas cortes en un lugar apartado,
en Santiago de Compostela. Allí acudieron los representantes de 16 ciudades
castellanas, pero estos llevaban una cartera de reivindicaciones pendientes.
Tenían que aprovechar, ya que el rey les convocaba poco y solo a capricho —de
su bolsillo—. Pero el reydículo nada quería saber de otorgamientos, solo
codiciaba pasta y se impacientaba por partir a Alemania en busca del título
anhelado, así que trasladó las cortes a La Coruña, donde se preparaba ya un
barco. Con presiones y sobornos logró que la mayoría de los representantes de
las ciudades le concedieran el servicio, o sea, la pasta gansa. Carlitos salió
escopetado y dejó a su preceptor, Adriano de Utrech, de regente. Las leyes de
Castilla impedían a un extranjero ser regente, pero ¿quién iba a frenar en su
capricho al propietario de la finca?
Prendió la mecha. Estalló la rebelión de los comuneros, es
decir, de los integrantes del común, sumada a la de los privilegiados
resentidos. Desde Toledo se extendió la insurrección y se provocaron altercados
en Burgos, Guadalajara, León, Zamora o Ávila. La revuelta en Castilla se
consolidó. Segovia linchó a uno de sus procuradores por traidor al firmar el
servicio contraviniendo las instrucciones que llevaba. Adriano envió al alcalde
Ronquillo a investigar, pero la ciudad se cerró en torno a su líder, Juan
Bravo.
Toledo convocó una Santa Junta en Ávila, ciudad fortificada e inexpugnable. Por miedo, solo acudieron representantes de Toledo, Segovia, Salamanca y Toro. La Junta era Santa por ser universal y redactó la Ley Perpetua, con 25 capítulos en los que organizaron un Estado, dejando claro que el rey era rey porque el reino le aceptaba como rey. También pusieron límites a su poder y establecieron el sometimiento de la política al interés general. Los comuneros no negaban la legitimidad del rey que les había tocado en suerte —mala suerte—, tan solo pretendían que no abusara de unos privilegios que solo tenía por delegación.
Adriano envió a Antonio de Fonseca a asediar Segovia,
pasando por Medina del Campo para hacerse con la artillería que allí se
guardaba. Los de Medina tenían más aprecio a los segovianos que a las tropas
reales y se negaron a entregar las armas. Los realistas prendieron fuego a la
ciudad, para tener ocupados a los medinenses, pero estos se empeñaron en
defender con sus vidas y sus propiedades la dignidad del reino. Medina fue
arrasada por las llamas. Esto provocó el levantamiento generalizado de Castilla
contra el regente.
El ejército comunero fue a Tordesillas, donde estaba la
reina e instauraron un gobierno revolucionario. Pero doña Juana se negó a
firmar ningún compromiso con los insurrectos.
La situación pronto iba a dar un vuelco. Los siervos
aprovecharon la revuelta para protestar contra los abusos de los señores, lo
que hizo recelar a estos y a muchos cambiar de bando. El rey desde Alemania
nombró a dos nobles para integrar la regencia junto al cura extranjero, que
fueron el almirante y el condestable de Castilla. Además, la importante ciudad
comercial de Burgos vio más provechoso arrimarse al bando real, lo que ocasionó
que Portugal y los banqueros castellanos financiaran al Consejo Real. El noble
Pedro Girón y el obispo de Zamora, Antonio de Acuña, que encabezaban los
ejércitos comuneros, fracasaron en sus acciones militares. Girón dimitió y
cambió de bando. Acuña se fue a Toledo a seguir luchando.
El petimetre rey emperador dedicó el resto de su vida a guerrear en Europa con el fin de imponer una de las religiones —la suya— a todos sus súbditos. Empresa en la que fracasó y de paso arruinó al pujante reino de Castilla, esquilmando sus riquezas, las que venían de las Indias y las del país. Desde entonces Castilla no ha levantado cabeza hasta nuestros días de la España vaciada.
Si la propuesta castellana hubiera triunfado, habría
contribuido decisivamente al adelantamiento en más de dos siglos la
implantación de la democracia en Europa. Y Castilla podría haber sido hoy una
región rica e influyente.
©Ilustraciones Gris Medina [@grismedinaart]
Sensacional!!!
ResponderEliminarMagnífico. Muy bien resumido. La mejor manera de que todos lo comprendamos.
ResponderEliminarMagnífico.
ResponderEliminarGran trabajo. Muy ilustrativo.
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