Hay quien piensa que la vida tiene sentido. Suelen ser las personas religiosas, de ideas transcendentes, entre las que yo me encontré en el pasado. Para ellos, esta existencia no es más que una experiencia que cobrará pleno significado cuando pasen a vivir la vida auténtica, la que viene luego. Solo así pueden concebir que haya niños de tres años que, antes siquiera de saber lo que es vivir, mueran por un bombardeo. O por naufragio o una enfermedad injusta. Que haya quien tiene que vivir sin vista o sin movilidad física. Que haya quienes sufren una dependencia que los lleva a convertirse en criminales para lograr su dosis apremiante. O que existan personas sin empatía capaces de convertirse en asesinos en serie, en torturadores o simplemente en soldados que invaden otro país por la gloria de su nación.
No puedo discutir con los creyentes, ya que creen por
voluntad propia. Yo para ellos soy un pobre desgraciado descreído. Jamás me
entenderán y tan solo se apiadarán de mí. Pero ellos tampoco pueden imponerme su
verdad, una verdad que carece de evidencias tanto como mi ateísmo. Nadie puede
demostrar que exista dios ni que no exista. Y si existe ¿cuál es el verdadero? Lo
más probable es estar equivocado, pues la diferencia entre un ateo y un
creyente es mínima: el ateo no cree en 1.000 dioses y el creyente no cree en
999.
¿Qué pasa?, ¿el todopoderoso necesita que sus miserables
criaturitas le defiendan de un insulto? Es estúpido defender a nuestro dios o afirmar
que no existe. Mas, por un dios en particular, algunos hacen guerras y traen la
muerte y el sufrimiento. La violencia no es un acto conclusivo, que se ejerce y
se termina. Cuando se abre ese abismo, la violencia se regenera en venganza y
odio. Nunca acaba, crece como una maldición.
Creyentes, os lo ruego, no hagáis proselitismo, pues no vais
a traer la dicha ni la salvación a nadie. Gozad de vuestras seguridades
artificiosas y dejad de salvar las almas de los descarriados que no conocen a
vuestro dios en particular. El proselitismo solo cobra sentido cuando la
religión se convierte en un negocio del que unos privilegiados viven y acaparan
honores. Si no es por el chiringuito nadie sale ganando por dejar de creer en Uno
para creer en Otro.
Yo me formé, como suele decirse de forma coloquial, en un
colegio de curas. No salí escamado ni les tengo ninguna inquina. Es más,
agradezco la formación que me dieron. Siento orgullo y cierto afecto por esa
etapa de mi vida. El «colegio de curas» logró que en mi adolescencia quisiera
tener experiencias místicas. Y no fue culpa suya que el mundo, la razón
cartesiana y la voluntad me hayan llevado a este agnosticismo del que gozo,
como gocé de la fe.
Fuera de la dimensión transcendente, que no es demostrable,
la vida no tiene ningún sentido, así que no se la desgraciemos a los demás. Nacemos, vivimos el tiempo que sea y luego ya
no. La muerte es una puerta que nos espera, a la que personalmente solo le pido
que me evite el sufrimiento cuando llegue el momento de atravesarla.
Solo hay nacer y morir, lo demás es cosa vana. Nada importa
y así deberíamos asumirlo. Entre el acto de nacer y el de morir lo mejor que podemos
hacer es intentar ser felices, aunque solo sea a ratos, como
decía mi amigo Alfredo Rodríguez, que ya traspasó esa última puerta hace cinco
años.
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