El nacionalismo es una enfermedad mental. Tiene efectos en la percepción de la realidad, la distorsiona, ya sea el observador una persona inculta o altamente instruida. El considerar que se trata de una ideología más, o una tendencia política válida, es una aberración que lo blanquea.
Todo nacionalismo parte de ideas preconcebidas y simples,
elegidas para demostrar que los que son considerados «habitantes tipo» de un
país tienen una misión que transciende la mera convivencia. La verdad se
distorsiona, se falsifica, se adapta o se inventa para que concuerde con la
ideología nacionalista. Pero todo es creído firmemente, sin asomo de duda, y así
es como se produce esa percepción distorsionada. La falsa realidad se afianza
de forma tan sólida, que dispone en su defensa a los «creyentes» para utilizar
cualquier medio, incluida la guerra y el asesinato, con el fin de imponer su
única y clara «verdad», que no necesita ninguna confirmación. Es eterna e
invariable. Es algo previo y lo demás deriva de ella.
Existen teóricos que adaptan los acontecimientos históricos
al punto de partida previo. Estos teóricos son inteligentes, pero su visión
nacionalista les hace retorcer los datos, las evidencias y las fuentes. Luego
están los tontos «valientes» que se dedican a repetir lemas, simples y escuetos, que
no necesitan demostrar, pues «son verdad» sí o sí.
Entre estos últimos está, por ejemplo, Isabel Díaz Ayuso,
que repite la idea falsa y perversa de que solo fueron invasores los musulmanes
del siglo VIII y no así los romanos ni visigodos de siglos anteriores. Esta
mente iluminada hace pocos días aludió al levantamiento del 2 de mayo de 1808
en Madrid, diciendo que: «El pueblo, es decir, la Nación, organizó el
levantamiento para defender la misma causa que hoy, dos siglos después,
seguimos defendiendo: España y la Libertad». Y esto lo cree con tozuda
intransigencia, sin considerar siquiera cómo esa «Nación», a la que alude, gritaría poco después aquello de: «¡Vivan las ca’enas!».
Por otro lado, asigna una antigüedad al menos de 2000 años a
la nación española, cuando esta nación ni siquiera fue un hecho consumado en el
siglo XV con los Reyes Católicos, sino cuando, tras la guerra de sucesión del
siglo XVIII, se unificaron las administraciones del país, suprimiendo los distintos
parlamentos y diversas leyes y haciendas. Y ni siquiera ahí hay clara
constancia de ese sentimiento de nación, que será únicamente evidente cuando
los nacionalismos camparon por las ideologías europeas en el siglo XIX,
forjando naciones nuevas como Italia y Alemania. Y, a finales de ese siglo,
cuando el desastre del 98 en España hizo repensarse este país.
Por abundar brevemente en algún ejemplo más, baste citar al
nacionalismo catalán y su empeño en hacer creer que alguna vez en la historia
existieron como nación independiente, o que figuras como Cristóbal Colón o la
abulense Teresa de Cepeda eran catalanes. No se sonrojarán del ridículo y
tratarán de forzar las fuentes para que estas les den la razón, acabando por
concluir que «España nos roba».
Podríamos poner ejemplos sin parar: el RH negativo de los
vascos o su empeño, a pesar de las últimas evidencias, de que nunca fueron
conquistados. El tesón de Putin y sus acólitos en insistir que Ucrania es un
régimen fascista que quiere acabar con Rusia, lo cual es creído a pie juntillas
por los nacionalistas de esas latitudes. O, por concluir, el pensamiento
sionista, que insiste en que los judíos son una raza aparte, único pueblo de
Dios, que debe erradicar de las tierras que les regalaron los ingleses en 1948
a todos los que no pertenezcan a su nación. Mientras persiguen esa criminal
proeza, los regueros de sangre vertida avergüenzan a la humanidad, como
avergonzó el holocausto judío de los nazis. Hablando de enfermos mentales no
podíamos olvidar a estos últimos y sus ramificaciones mussolinianas y
franquistas.
Las banderas, y sus antecesores los pendones, se crearon por
la necesidad de diferenciar en los campos de batalla, y en los barcos de
guerra, a los combatientes de uno y otro bando. No tienen otro sentido ni otra
utilidad.
Hoy en día es totalmente irrealizable el cimentar un país en una raza, en una religión y en una idea de nación que sea excluyente. Además de quimérico, es la mayor estupidez suicida que pudiera plantearse. Los habitantes de un país son, se quiera o no, todos aquellos que viven y quieren vivir en él, sea cual sea su procedencia, raza, cultura y religión. Solo la convivencia pacífica en la diversidad es la que asegura un futuro y puede lograr la realización de la persona y la búsqueda de la felicidad de los ciudadanos, tal y como lo declara la Constitución de los Estados Unidos, que reza así: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
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