domingo, 20 de febrero de 2022

Ras-ras

Hasta que no he visto de nuevo la luz, no he sido consciente de mi historia. Ya puedo contarla, ya puedo trazar su cronología, porque he podido atar los cabos que me faltaban.

Soy un sonajero. Sí, los seres inanimados también tenemos alma y, lo más importante, tenemos historia. Nacemos, nuestra existencia es azarosa y acabamos desapareciendo, como vosotros. Muchas veces nuestra vida es paralela a la vuestra.

No soy, ni fui, nada extraordinario, me componen una serie de aros y un mango para asirme. Cuando me agitan, cascabeleo y alegro a un niño. Recuerdo a mi pequeño, guapo y cabezón. Le sacaba una sonrisa y, a veces, una sonora carcajada que engrandecía mi música. Si música se puede llamar a lo que hago.

Debo confesarlo, he disfrutado mucho produciendo esa estentórea felicidad. Al ser inanimado, nada consigo en reposo. Pero mis colores atraen las miradas y las manos inexpertas que me hacen sonar. Ras-ras, ras-ras, ras-ras. Así es mi voz. O algo parecido. El caso es que ese rascado, ese ruido, ese soniquete, acarician unos oídos que son nuevos y le ponen al niño en contacto con aspectos de lo que más tarde será su vida. Le hacen sentir, después de escuchar el corazón de su madre, que la vida es luz, color y sonido, los cuales le arrancan risotadas. Le hacen comprender que el mundo es diversión, ras-ras, ras-ras, ras-ras. No hay aburrimiento conmigo. Si acaso llora, ras-ras, y el llanto se va. Si acaso duerme, ras-ras, a despertar, que le espera la leche calentita del seno de la madre. Si se aburre, ras-ras, la diversión está servida. A veces soy olvidado entre mullidas sábanas y de repente me estimulan, ras-ras, para provocar risas.

En mi ingenuidad de trasto, de juguete nuevo, de cosa —que es lo que soy—, pensé que nada cambiaría por los siglos de los siglos. Por eso no entendí el día en que todo se apagó. Oí muchas voces, escuché el llanto de mi retoño y pensé, ahora es cuando me toman de la mano y me hacen sonar, ras-ras, para que vuelva la alegría. Y no fue así. Las manos cálidas de la madre me metieron en su bolsillo. «¡Socorro!», pensé, ya que gritar no puedo si no me agitan, «sácame de aquí, idiota, ¿cómo se van a callar esos llantos si me escondes?». Luego ocurrió lo más extraño: aunque nada pude ver, sabía que iba en un trastomóvil, run-run, no olvidaré ese sonido del infierno, porque una vez fui de excursión en otro trasto, aunque más pequeño. Es feo el ruido de un motor, run-run, run-run, run-run. No deja que se oiga mi soniquete, aunque con el movimiento me agite.

La situación era muy rara, aparte del run-run, todo era silencio. Me pareció escuchar unos llantos, pero apagados… llantos de adultos, no de niños, no te vayas a creer. Paró el motor infernal y sonaron unos truenos. Sonidos secos y breves, como cuando hay tormenta, pero más breves y más secos.

Después vino el tiempo de oscuridad. Nadie me movía, nadie me agitaba. Ningún sonido salió de mis entrañas. Ningún niño volvió a reír conmigo. Hasta que de nuevo vi la luz. Yo estaba casi nuevo, según escuché decir, pero me llevaron a una especie de hospital, donde me limpiaron y me metieron en una bolsa.

Ahora estoy de nuevo en las manos de mi niño, al que muchas veces hice reír. Nunca fue muy espabilado, porque no hablaba, por ser bebé, pensé yo. Pero el tiempo ha pasado y sigue sin decir muchas cosas. A propósito de tiempo, escuché decir que mi niño ha cumplido ya 83 años.

Foto tomada del diario digital Público. El sonajero de Martín, junto a la mano izquierda de los restos de su madre, Catalina, en la fosa común del antiguo cementerio de Palencia. El relato es una inspiración libre de esta historia real. Una de tantas a las que no pudo tapar la tierra que echaron encima. 

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