El otoño nunca me ha gustado, será que no tengo vena poética. O tal vez es que los inconvenientes de esta época del año son tantos que me ahogan esa vena. Y eso que en otoño cumplo años. Tal vez sea por esto último. En sí, no es malo cumplir años, es peor la alternativa, pero mirar hacia atrás te da vértigo en las etapas finales de tu vida.
Me gusta sudar en verano, que es cuando se vive. Los días
son largos, se viaja, se lee en la calle, se pasea y se toman cañas en las
terrazas e incluso puedes tener a relaxing cup of café con leche in Plaza
Mayor. Me gusta la primavera por sus colores, el verde llena mis pupilas de
esperanza… «Para el carro, que tienes la vena poética ahogada, ¿no lo acabas de
decir?». Paro, paro; freno y doy marcha atrás. Me gusta la primavera y no sé la
razón. Como me gusta el invierno, a pesar de las incómodas nevadas, tan
bellas ellas. El invierno llega con la esperanza de que los días comienzan
a alargarse a partir de los festivales del «Sol Invicto», ya perdidos, en los
que el nuevo sol vencía a la oscuridad en el solsticio invernal. Luego, esta
fiesta se ha enmascarado en La Navidad, la cual ha derivado en el consumismo.
¿He dicho ya que no me gusta la Navidad? No, aún no lo he dicho, pero creo que
se me nota.
El otoño es marco de la mengua de luz diurna, que nos
entristece —me entristece—. Trae la sorpresa del frío esperado —«sorpresa de
lo esperado, esto es un oxímoron, ¿y si...? No, calla, no eres poeta»—. Cuenta,
además, con la tétrica festividad de los muertos el 1 de noviembre, que conlleva la visita a
los cementerios e incluso el Don Juan Tenorio, ahora todo reconvertido en Jálogüin,
por mor de la sociedad de consumo, otra vez. Y que conste que prefiero la
festividad jalogüinesca a la tristeza de los cementerios, donde los
muertos son de verdad y nos muerden las entrañas. Nos recuerdan que con ellos
estaremos, tal vez mañana, tal vez pasado o dentro de equis años. Pero vamos a
estar, seguro. Cada vez que miro una tumba evoco el epitafio que todos los
sepulcros manifiestan, aunque no lo tengan escrito, y que es fruto de la
sabiduría popular: Como te ves, me vi; como me ves, te verás.
No tenemos cultura de la muerte, como en México; no nos preparamos para
ello, tratamos de obviarla, como si solo existiera por accidente, cuando su
esencia es lo irremediable. Deberíamos ser conscientes en todo momento de la finitud
de la existencia para vivir de forma intensa el ahora. No sé qué pasará luego, sí
sé mi historia personal —y me sirve para meditar—, pero ni el pasado ni el
futuro están vivos, solo está vivo el presente, el ahora. Pero, bueno, ¿por qué
estoy enredándome con la muerte si el tema es el otoño? ¡Ah, claro! Es que
estoy hablando del otoño.
En otoño los días se van haciendo cada vez más breves, la
lluvia rememora el llanto de los cielos —«poeta, poeta, / monta en bicicleta /
y olvida tu meta»—, los árboles se deshojan, las hojas ensucian las calles de
cemento y se pudren en las de tierra, convirtiéndose en el abono —la mierda—,
que da lugar a la vida. Pero esa vida no vendrá en otoño, deberemos esperar
otra primavera: Volverán sus nidos a colgar.
Bueno, que no me gusta el otoño, lo repito, y en breve seré
un año más viejo. Sí viejo, deteriorado, cada vez con más achaques, hasta que
la de la guadaña abra su cuaderno y vea ahí apuntado mi nombre. Entonces solo
seré abono o ceniza.
Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves
en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de
la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como
lágrimas en la lluvia. Es hora de morir. (De la película Blade Runner, de Ridley
Scott)
¿Que estoy depre? ¡Claro, estamos en otoño, leches!
No hay comentarios:
Publicar un comentario