(El siguiente relato se nutre de recuerdos personales, pero no deja de
ser ficción. Es decir, es una invención literaria construida con ladrillos de
la memoria)
La sobremesa de la comida de negocios invitaba a la sana siesta en esa
tarde de julio, pero Carmelo debía regresar a Madrid. Había pasado por Ávila
para comunicar a Óscar su ascenso a jefe de la delegación de la empresa, en
lugar de Enrique, que era quién lo esperaba. Pero se había decantado por el
primero, que contaba ya cincuenta y dos años y así culminaba su carrera. Se
sentía feliz de darle la noticia.
Decidieron estirar las piernas, dando un paseo desde el Mercado Chico
hacia el puente Adaja, bajando por las calles estrechas de la ciudad antigua.
—¡Qué recuerdos! —dijo Carmelo—. Pasé por aquí mis mejores años. Luego
marché a Madrid y apenas he vuelto.
—¿Vivías en el barrio de San Esteban? ¡Qué casualidad! Yo también
—confesó Óscar, complacido de compartir recuerdos con su jefe—. Aunque yo nunca
me fui de la ciudad, sí que me fui a vivir a la otra punta y hacía años que no
volvía.
—Vaya. Tal vez nos conocimos entonces y no lo recordamos —apuntó
Carmelo.
—No creo —negó Óscar—. Eres cinco años mayor que yo y es mucha
diferencia para unos chavales.
Llegaron a la Puerta de la Mala Ventura, también denominada Arco de los
Gitanos, y se entretuvieron observando aquel rincón, tan hermoso como poco
frecuentado, con el jardincillo de Moshé de León, que se encuentra dentro del
recinto amurallado.
—Hacía mucho que no veía esta estampa —añadió Óscar, señalando la
pequeña puerta de la muralla, que dejaba ver un paño de cielo azul intenso,
bajo el cual se abrían los campos extramuros—. Aún recuerdo las trastadas de
crío —Óscar señaló a la derecha de la puerta de la muralla, donde la altura
apenas superaba los dos metros—.
Por ahí trepábamos y nos asomábamos a las
almenas. Por fuera la altura es mucho mayor, como sabes. Espiábamos a las
parejas que se escondían en el zócalo de piedras, aprovechando el anochecer, ya
que entonces no se iluminaba la muralla. Cuando los veíamos liados,
arrancábamos terrones de tierra y los bombardeábamos, interrumpiendo su
romance, ¡ja, ja…! Y sin que pudieran vengarse, ya que antes de que entraran
corriendo por el arco para alcanzarnos nos daba tiempo a desaparecer. ¡Qué
tiempos aquellos!
—He de marchar ya hacia Madrid —dijo Carmelo—. Al final ha sido más
decisiva esta conversación que toda la mañana que llevamos juntos —le estrechó
la mano y se distanció, no sin antes decirle algo—. Una última cosa: He
cambiado de opinión, el puesto es para Enrique: ¡Juré que un día me vengaría de
los terrones!
FIN
(P.S.: Yo era muy joven para buscar sitios apartados que compartir con una mocita, espero que no haya cuentas pendientes...)
(P.S.: Yo era muy joven para buscar sitios apartados que compartir con una mocita, espero que no haya cuentas pendientes...)
Muchas gracias, Begoña. Es un placer que te haya gustado.
ResponderEliminarjajaajjaja, excelente, un final de impacto. ¡Malditos terrones! ;)
ResponderEliminarSí, sí, la venganza es un plato que se sirve frío, je, je.
EliminarExtraordinario, Cristóbal. Bien escrito, bien estructurado y con un final sorprendente que acaba con cualquier atisbo de celebración. Aparte de eso, invita a la reflexión sobre comportamientos y sus consecuencias. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Alejandro, aprecio tu comentario por venir de un maestro como tú. Un abrazo.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarGracias, Geli, estoy encantado de que te guste.
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