viernes, 15 de enero de 2016

La conquista

Pertrechado con los útiles más apropiados y preparado tanto física como psicológicamente, me propuse escalar esa montaña que tanto me atraía. La distancia inicial me permitió observar en conjunto su magnífica belleza, pero el acercamiento a su falda ya presentó algunas dificultades.


Las primeras pendientes no resultaron demasiado empinadas, pareciendo que me invitaban a la conquista. Pero, a partir de ahí, afloraron muros graníticos, que me hicieron replantearme la empresa. Únicamente mi preparación y mi firme intención me posibilitaron escalarlos. Cerca de la cumbre, cuando ya veía posible mi victoria, surgieron los peores escollos. La climatología cambiaba del pleno sol al ventisquero en escasos segundos, había nieve resbaladiza, cortantes grietas...


Pero triunfé. Coroné mi empresa, superando con esfuerzo todos los inconvenientes y malos ratos pasados.

Una vez logrado mi propósito, todo fue sumamente placentero. Por la otra vertiente el descenso era suave, internándome en fragosos bosques y verdes llanuras. Me descuidé bañándome en arroyos, pescando o, simplemente, dejando pasar el tiempo recostado al sol. Olvidándome de lo más importante, el trabajo realizado para llegar hasta allí.


Fue entonces cuando, de repente, se abrió ante mí un precipicio inesperado y oscuro. Profundo y pedregoso. Contuve la respiración y miré hacia atrás, dándome cuenta de que la hermosa montaña, mi objetivo vital, quedaba lejana. Bella y distante. Altiva y fría.

Primero pensé que debía comenzar de nuevo y volver a conquistarla, con el fin de no tener que separarme de la mujer de la que me enamoré.

Pero luego me di cuenta de que una relación es cosa de dos, que ella no es un objeto, que me envió señales para que emprendiera mi empresa, que puso tanto de su parte como yo para que estuviéramos juntos y que, si no habíamos logrado la armonía, todo había sido un espejismo.

Me resigné y nos separamos.


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