Tenías 6 años y una sonrisa preciosa. No me conocías y la
primera impresión que te di no debió ser buena. Te dejé la imagen de un niño
llorón que tiraba del brazo de su madre, negándose a caminar. Era mi primer día
de colegio y lo sufrí como una auténtica tragedia incomprensible. No entendía
que mi madre me abandonara con desconocidos, como dijo que haría, hasta la hora
de comer. Pero me encontré de sopetón por la calle con tu dulce sonrisa; tú
también ibas de la mano de tu madre, tan guapa, con una piruleta de la mano.
Entendí que igualmente era tu primer día de colegio y entonces me di cuenta de
que aquello no podía ser tan malo si sonreías. Mi esperanza fue que nos
encontráramos en ese lugar desconocido y enigmático llamado escuela.
Pero no fue así. Estábamos en 1948 y en esa época nos
separaban a los niños de las niñas para estudiar, así que la angustia me atrapó
de nuevo, cuando no vi más que chavales a mi alrededor. No dejé de preguntarme
si tu escuela sería igual a la mía y si habrías mantenido tu sonrisa durante
toda esa larga mañana. Yo, por si acaso, no volví a llorar.
Poco después te vi de nuevo, cuando merendaba en la calle un
trozo de pan con dos onzas de chocolate; te descubrí jugando a la comba con
otras niñas. Me enteré de que éramos vecinos, aunque nunca antes me había
fijado en ti. Me acerqué para jugar con vosotras, pero una de tus amigas, con
coletas, me llamó idiota y me dijo que me fuera, que los niños éramos tontos.
Otra añadió que éramos brutos. Me enfurruñé tanto que pensé en odiarte, pero no
pude, ya que me miraste de reojo sonriendo.
Pasé mucho tiempo sin entender por qué no podíamos compartir
juegos. Yo lo deseaba, pero eso tampoco era comprendido por mis amigos, que
solo se preocupaban por jugar a la peonza, el gua, el hinque o las chapas. «Las
niñas son idiotas», decían.
Tenías 12 años cuando hablamos por primera vez. Una
conversación en serio y no lo de salir corriendo y escuchar vuestros insultos
cuando os tirábamos de las coletas. Estábamos dando vueltas por el Grande, de
un lado a otro, ya que no teníamos más diversión que esa. O el cine, si nos
alcanzaba el dinero. Eras la misma niña del barrio de San Nicolás con la que me
cruzaba de vez en cuando, pero te noté diferente, algo que yo no comprendía
había cambiado en ti. Parecías mayor que yo y entonces me di cuenta de que te
saldrían tetas, como a las mujeres; ya no se me ocurriría nunca volver a pensar
en jugar contigo. Te pregunté por la escuela y te dije que yo había acabado y
que después del verano comenzaría a trabajar. Que iba a ser aprendiz en una
tienda.
Tenías 15 años cuando formamos la pandilla. Me encantó que
mis amigos quisieran estar con vosotras. Nos veíamos habitualmente en el Grande
y algunas veces en el cine. Quedamos los dos grupos para ir hasta el Soto,
dando un paseo. Desde entonces, nos encontrábamos los domingos, porque sabíamos
por dónde íbamos a estar, y tonteábamos. Yo era de nuevo más alto que tú y en
aquel momento supe que me gustabas como mujer y que disfrutaba compartiendo el
tiempo contigo, pero había más gente alrededor, éramos una piña que no
queríamos disolver formando parejitas. Yo solo estaba contento si tú salías,
los demás no me interesaban nada. El día que no nos acompañabas se me caía el
mundo encima.
Tenías 17 años cuando aquella primavera te di un beso,
después de bailar en las fiestas del barrio de Las Vacas. Por entonces la
pandilla se disgregaba. Se hicieron algunas parejas y el resto cada vez salía
menos. Temí perderte, así que una semana después de aquel beso, te pedí que
salieras conmigo. Solo superé el terror del miedo al fracaso cuando tu dulce
sonrisa me dijo que sí.
Tenías 17 años, y 18 y 19, cuando cada tarde te acompañaba a
tu casa y a la puerta no éramos capaces de despedirnos. Alargábamos la
conversación, hasta que irremediablemente mirabas el reloj y decías que era la
hora. Pero no solo hablábamos, sobre todo nos abrazábamos en la oscuridad de
aquella calle poco iluminada. Fuimos muy avanzados a nuestros tiempos y la
penumbra nos permitía cometer aquel pecado que el cuerpo nos reclamaba, pero
que nos negaba una sociedad pacata y atrasada.
Entonces conocí los misterios que transformaron tu cuerpo
infantil en una mujer. Llegué con mis dedos a todos los centímetros de tu piel,
por etapas, como el que va logrando hitos en una montaña. Aprendimos lo que
subyuga un abrazo y lo dulce que son los besos intensos, esos que te dejan sin
respiración, esos que incendian el cuerpo y lo sumen en una sensación duradera
que, en mi caso, se prolongaba, produciendo la vergonzosa y solitaria humedad de
las sábanas esa noche.
Tenías 19 años la primera vez que hicimos el amor. Era
verano y te llevé al Soto con mi moto. Buscamos un lugar apartado y nos
tumbamos en la hierba. Los dos sabíamos tácitamente que íbamos a dar el paso.
La generosa desnudez de tus muslos me pareció un pedacito de cielo, que acababa
de conquistar. Entonces el mundo desapareció a nuestro alrededor, sin ser
conscientes del peligro de ser descubiertos. La ignorancia y la inexperiencia
hicieron que no fuese perfecto, pero, a pesar de todo, guardo en mi corazón
aquella sonrisa de triunfo de tu cara, la cual me dijo que me lo habías dado
todo porque me amabas, sin importarte lo que pudieran pensar los demás.
Tenías 21 años cuando volví de la mili. En año y medio nos
vimos muy poco y cada noche que hacía guardia miraba la luna, con esa estrella
brillante que suele acompañarla, sabiendo que tú también estabas mirándola.
Allí, en ese cuarto creciente estaba tu sonrisa, guiñándome un ojo.
Tenías 25 años cuando te pedí que nos casáramos. Yo había
mejorado en el trabajo y podíamos permitirnos que tú dejaras el tuyo. Eran
otros tiempos y es lo que se hacía. No fue una declaración similar a la de las
películas americanas, con anillo y escenificación teatral, fue algo más bonito,
sin vergüenzas ajenas. Volvíamos un domingo por la noche del cine y te conté
que quería estar el resto de mis días contigo. No me respondiste, me diste un
beso y lo demás me lo dijo tu sonrisa.
Tenías 26 años cuando nos casamos. La noche de bodas la
pasamos en un hotel de Santander. Me olvidé meter en la maleta el pantalón de
mi pijama. Sabes que no fue intencionado, tampoco iba a ser la primera vez que
hiciéramos el amor, pero aquella anécdota nos hizo reír durante varios días
sucesivos. Nuestros cuerpos ya se conocían y compartimos abrazos, besos y
pasión desenfrenada con total desinhibición. Si eso nos deparaba el futuro, iba
a ser muy feliz a tu lado.
Tenías 27 años cuando tuvimos a nuestra hija. Al encontrarme
contigo, ya en la habitación del hospital donde nació, antes de mirar al bebé,
vi tu sonrisa satisfecha. Lo habías pasado mal, fue un parto natural. Ni qué
decir que por entonces todos los eran. Pero cuando yo pude verte, ya se te
había olvidado todo el dolor y el miedo y eras completamente feliz.
Tenías 35 años cuando estabas harta de la rutina, de las
tareas domésticas, de la fiebre de la niña, de llevarla y traerla al colegio,
mientras yo no me daba cuenta de nada. Trabajaba, tomaba cervezas con los
amigos y tan solo te dedicaba el fin de semana, en el que salíamos a pasear.
Tenías 35 años y nuestro matrimonio se agrietó. Tenías 35 años y nos dijimos
palabras duras, y nos negamos la conversación y las caricias. Era 1977, no se
nos podía pasar por la cabeza la idea del divorcio. Por entonces los matrimonios
se hacían para siempre, fuesen felices o no.
¿Eso era todo, se había extinguido el amor? Pasé al menos
dos años sin ver tu sonrisa. Y la eché de menos. La cama estaba fría, pues se
levantó una barrera invisible que me hizo llorar disimulando cada noche, cuando
me acostaba, una hora después que tú, dándote la espalda.
Tenías 37 años cuando nos decidimos a poner fin al
desencuentro. Hablamos mucho en aquel paseo hasta el Soto, lugar en el que
tantas veces habíamos buscado la soledad. Comprendimos que no todo estaba
perdido, que aún nos queríamos. Decidimos volver a intentarlo y desde ese día
cayó la barrera invisible que nos separaba en la cama. Esa noche le dimos
sentido a la palabra pasión. Estábamos a oscuras, pero estoy seguro de que vi
tu sonrisa. O tal vez la imaginé, sumada a la mía.
Habías cumplido los 40 y recuerdo que ese año, 1982, visitó
nuestra ciudad el Papa. Entonces la vida me sorprendió, porque en mi mente
construí la teoría de que con esa edad serías vieja y poco deseable. Pero me
equivoqué. Me enloquecías más que antes. Éramos unos expertos haciendo el amor.
Yo conocía todo tu cuerpo y ya nunca me equivocaba en las caricias. Tú
entendías el mío y eras muy generosa con los mimos. Deseaba que llegase la
noche sin estar cansado, para perderme en tus brazos y alcanzar ese estado
arrebatado de irrealidad. El Papa me llevó a pensar en nuestra Santa y yo
imaginé que la experiencia mística debía consistir en una sensación parecida a
la que llegaba a alcanzar contigo cuando hacíamos el amor.
Tenías 59 años cuando nos quedamos solos. El nido vacío,
dicen las revistas y los programas de televisión. La casa se nos hizo grande y
no nos atrevíamos a amarnos en el salón, por la costumbre de temer que pudiera
aparecer de repente la niña. Aun así, era suficiente la tranquilidad de estar
juntos. Entendí que no te habías cansado de mí; es más, si te miraba me
sonreías. Igual que de pequeña.
Tenías 62 años cuando fui consciente de que el sexo había
dejado de ser importante, aunque no quedó ausente del todo de nuestras vidas.
Tomaron entonces mayor relevancia las caricias. Comprendí, abrazándote cada
noche, lo dichoso que era teniéndote a mi lado. Al cerrar los ojos, en la
oscuridad de la alcoba, volvíamos a ser jóvenes y el tacto de la piel en todas
tus curvas continuaba siendo terso y cálido.
Tienes ya 78 años, 78 nada menos, y no has perdido aquella
dulce sonrisa que tuviste a los 6, cuando te conocí. Me parece que yo soy el
mismo niño llorón que va de la mano de su madre y tu mirada me rescata de la
angustia de quedarme solo. Con ella me ha regresado la paz y he comprendido que
no podría haber soportado esta vida si no te hubiera tenido al lado.
Tienes 78 años y tú ya no sabes quién soy yo, la terrible enfermedad te ha borrado los recuerdos, es por eso que necesito contarte todos los días nuestra historia. Pero no te preocupes, yo sigo sabiendo quién eres tú. Me lo recuerda tu sonrisa a cada momento. Esa dulce sonrisa tuya.
(Este relato se publicó en el libro Ávila amorosa, de la Asociación La Sombra del Ciprés, en abril de 2020. El libro colaborativo de este año ya ha salido de imprenta y se presentará en público el próximo viertes, 22 de abril, a las 20:00 h., en el marco de la Feria del Libro de Ávila. Será una sorpresa tanto su título como su temática)
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