Por fin se celebraron las Jornadas Medievales en Ávila,
tras el año de parón por la pandemia, con notable éxito. Con este motivo, quiero
traer aquí el relato que me publicó el Diario de Ávila, el pasado 18 de julio,
dentro de la sección de Relatos de Verano. No se pierdan, sobre todo, la
magnífica ilustración que realizó mi amigo Julio Veredas.
Ella dejó su teléfono móvil nuevo sobre la mesa y tomó el periódico. Una noticia en la portada la hizo sonreír: sorprendente hallazgo arqueológico en el palacio de los Águila. Luego lo hojeó y extrajo un antiguo pergamino que guardaba entre sus páginas, el cual contaba unos sucesos extraordinarios. Estaba fechado seiscientos años atrás. Lo leyó de nuevo, aunque casi lo sabía de memoria.
Capítulo primero,
que trata de cómo maese Isaac Buenadicha trovó pócima de lóbrego libro de
alquimia sacada.
Mandome llamar el susodicho Isaac Buenadicha, pues era el
día convenido para el negocio que debíamos tratar. Llevome a una cueva que hay
so su casa, que está cabe la sinagoga de la loma, de la ciudad de Ávila, donde
Isaac lleva a cabo sus estudios de alquimia.
Labrada en la roca, esta cripta apenas tiene espacio para
una mesa donde elabora sus pócimas y unos estantes con multitud de libros en
disposición de rollos, que contienen enseñanzas no desveladas al común de los
mortales. Díjome en una ocasión que estos saberes los recopiló su pueblo cuando
estuvo en Egipto, pues Isaac es de la secta judía.
Comenzamos lo que habíamos concertado y colgome del cuello
una cadena de plata de la que pendía un sol de oro, luego púsome en las mis
narices unas lentes por las que yo debía ver cosas de encantamiento, que son
puertas de brillantes colores y, si por ellas entraba, viajaría a los años
venideros.
Capítulo segundo,
que trata del viaje prodigioso en el que vime envuelto yo, Sebastián
Barbadillo.
Ocurrió como Isaac húbome avisado. Comencé a ver a través de
las lentes miríadas de círculos brillantes del tamaño de dos varas y media;
eran las susodichas puertas, una de las cuales debía traspasar. Todas tenían
coloraciones diferentes y debíame fijar en estas, si quería tomar la misma para
regresar al presente. Elegí la de tonalidades verdes trocadas en amarillo y
blanco en el centro. Entonces apreté el sol que colgaba de mi cuello y se fue
abriendo la puerta como un ojo de carnero. Cuando entendí que podría entrar,
arrojeme al oscuro interior, de color prieto y sin luz.
Caí. No sé cuánto tiempo ni hacia dónde, solo sé que caí.
Estaba como en el intestino de un enorme animal y dejeme llevar en giros y
vueltas, subidas y descensos hasta avistar una luz muy intensa que me atraía.
Noté que, según llegaba a ella, mi velocidad era menor, hasta quedarme parado.
Al otro lado nada se veía y hube miedo de dar ese paso. Mas lo di, dirigime a
la luz y traspasé la puerta. Ya fuera de la oscura caverna, unos sonidos
infernales aturdiéronme. Eran como trompetas sin melodía ni compás. De fondo
escuché mucho griterío, mas yo nada veía. Quiteme las lentes y todo se me hizo
figura.
Mas nada entendía de lo que mis ojos me mostraban. Había
mucho gentío chillando y unos carros que se movían sin bestias que los arrastrasen,
como cosa de encantamiento. Delante de mí paraba uno de esos ingenios
infernales, de un color encarnado, manque brillaba como si oro fuese. De él
provenían los espantosos ruidos, los cuales cesaron y un espectro emergió de
medio cuerpo y gritome palabras del mismo demonio.
—¡Gilipollas!, ¿te quieres quitar del medio de la calle?
Saqué mi espada del talabarte, dispuesto a rebanar el cuello
al engendro infernal.
—¡Bellaco! Habéis de morir por el filo de mi hierro. Sabed
que os mata Sebastián Barbadillo, hidalgo de la ciudad de Ávila.
Entonces fui arrebatado por fuerza misteriosa, que luego
entendí era una doncella que agarrome firme por el brazo y llevome a un lado
del carro. Allí paraban gentes vestidas de forma harto espantosa. El carro del
diablo chilló cual puerco degollado y huyó, seguido de otros secuaces parejos,
que esperaban ordenados tras del, cual huestes del infierno.
Capítulo tercero,
que habla de una dama, Sonsoles llamada, la cual además de hermosura tiene
trato distinguido con simples menestrales.
Postreme de hinojos ante la doncella, de una belleza sin
par. Vestía lucidos ropajes, que más semejaban de princesa, manque no llevase
tocado alguno, sino luengos cabellos prietos como el carbón. Junto a ella
paraban otras doncellas que debían de ser sus damas, arregladas de una forma
dispar, unas de hidalgas y otras de campesinas. Entre sí, su trato era cual si
no hubiere señoras y criadas. Había personas que menestrales parecían, algún
moro e incluso un obispo más compuesto para la celebración de las
carnestolendas que para su santo oficio.
Otros eran multitud, con atuendos nunca vistos, sin poder
precisar cuáles dellos eran caballeros o cuáles pecheros. Vestían calzones
largos hasta los zapatos y se cubrían el pecho con camisolas de una pieza,
teñidas de leyendas incomprensibles y dibujos feos de los más inusitados
colores.
—Mi señora —le dije a la doncella—, soy Sebastián
Barbadillo, hijo de un escudero de noble linaje. Si tenéis a bien decirme
vuestro nombre y cuál vuestra familia fuere, seré vuestro siervo y valedor.
De hinojos, como estaba, le besé los zapatos, que chapines
no eran y no concordaban con su atuendo, pues tenían rara forma y colores nunca
vistos. Muchos rieron cual bellacos, mas ella tomome de los brazos y levantome.
—Me llamo Sonsoles. Y tú tienes unos atavíos cojonudos.
Seguro que ganas el concurso individual. Sobre todo, si sigues con este
teatrillo que te llevas, que pareces traído mismamente de la Edad Media.
Sonsoles, nombre extraño. Poco entendí de su discurso y
menos que mencionase mi mediana edad, siendo yo visiblemente mozo bien
compuesto.
—Decidme, señora, por amor de Dios, Nuestro Señor, ¿no es
esta la ciudad de Ávila? ¿En qué año estamos? ¿Quién es el rey y quiénes los
señores de la tierra?
—Claro que es Ávila y estamos a primeros de septiembre, eso
bien lo sabes por cómo vas vestido.
Esta respuesta no satisfizo todas mis dudas, las cuales de
nuevo provocaron algarabía en derredor. Si, en lugar de damas, hombres fueran,
yo enfrentaría la injuria con mi espada, manque en ello diese la vida.
Roguele que me descubriera la ciudad. Hube de decirle que
era extranjero, de más allá de Toledo. La doncella y sus damas parecían
divertidas conmigo y rogáronme que con ellas fuese, como yo bien me quería.
Capítulo cuarto,
que describe cómo será dicha nuestra ciudad en tiempos que están por venir y lo
que en ella aconteciome.
Debía darme priesa, pues las puertas mágicas se movían y
corría el riesgo de no encontrar la que tomé hacia este lejano futuro. Mas
mucho fue lo que aconteciome en esta jornada y que, en esta relación breve, no
podré dar cumplida cuenta.
Entendí que subíamos por la cuesta de los Azotados, cuando
hubimos llegado ante la puerta del Alcázar, donde se hace el mercado
extramuros. Mas todo era diferente. En la cuesta no existía la peña gorda y por
doquier había casas en lugar de campo. Ninguna de ellas de adobe o tapial, sino
de buena hechura y unas sobre otras. Los suelos de todas las calles eran de una
tierra muy dura, cual piedra, de color hosco y sin junturas. En la parte alta
los suelos estaban formados por cantos pequeños muy bien labrados y dispuestos.
No había caballerías, ni otros animales de labor. Ya dije
que ningún bruto tiraba de los carros mágicos, que se movían como por ensalmo.
No vi sino perros, casi todos pequeños que arrastraban de unos cabos a hombres
que parecían sus servidores. Asaz asombreme al descubrir que estos sirvientes
se agachaban para recoger sus boñigas.
Frente al alcázar no existía el revellín, ni muralla
barbacana ni cava que protegiese los muros. Las puertas todas estaban abiertas,
cual si las hubieran robado. De ello deduzco lo peligroso que es vivir en este
futuro, pues cualquier mesnada puede arrasar la ciudad.
Siendo muy diferentes las calles, algunas conocí por la
dirección que llevaba al caminar con la doncella y sus damas. Pasé la calle
Albardería y entreme en los muros por el postigo del Obispo. La calle
Pescadería ya no era estrecha y maloliente, al igual que la Maldegollada, donde
no quedaba rastro de la cárcel. La calle Andrín y la plaza del Mercado Chico
eran las más concurridas de populacho. Asomeme a la rúa de Zapateros y vi que
seguía bajando a los arrabales de las tenerías.
Para mi asombro, no había un mercado en una plaza, sino que
todas estas calles eran ocupadas por puestos de mercaderías en los que se
vendían los más desconocidos productos, que no sabré describir. No faltaba el
pan, el queso o el asado de reses, mas no encontré tiendas de buenos paños ni
de buhoneros.
Se mezclaban judíos con moros y cristianos. Pero lo que más
abundaban eran los hombres de calzones largos y mujeres que también los
llevaban, en lugar de vestidos. Quedé harto sorprendido dello. Y aún espantado
al ver a una mora compuesta solo con telas finas y cascabeles, dejando el
vientre y las piernas sin cubrir. En nuestro tiempo esa desvergüenza la hubiera
puesto en un cepo.
Capítulo quinto,
donde se cuentan algunas cosas que ocurriéronme con la dama y se callan otras
que no deben decirse.
Espantado quedé cuando Sonsoles propúsome tomar unas cañas.
Creí que quería hacer una justa con cañas en lugar de con espadas y lanzas,
pero no, unas cañas son unos vasos de cristal pulido, de como medio cuartillo,
donde ponen cerveza muy fría. ¿Cómo la enfrían a finales de verano? ¿Es también
cosa de encantamiento?
Otrosí asombrome que todo el mundo, desde frailes a criadas
y algún rey o incluso zagales, llevaban en la mano unos espejuelos mágicos que
a veces se ponían en las orejas y hablaban solos. Mas no cesaban de tocarlos
con los dedos. Sonsoles dejome mirar en el suyo y era algo prodigioso, movíanse
dentro unos como duendecillos de pequeño tamaño y sonaba una música que hacía
reír a mi doncella.
Con la caña preguntome el mesero que qué quería pinchar.
Entendí que se refería a llenar el mondongo y por decir algo pedí un capón
estofado.
—Ponle algo medieval —dijo una de las damas de mi señora.
El mesero entonces diome una cazuelilla con una pasta
extraña de color pajizo. Díjome que eran papatas
revuelconas o algo parecido. Lo probé con precaución, mas estaba muy bueno,
sobre todo acompañado de un tocino frito y un cabo de pan. La caña quitome la
sed y supome a ambrosía. Cierto es que el frío le da un toque original a la
cerveza. Pedí más y me proveyeron otra caña con más papatas. Y luego otra y otra. Mi dama trabome de pagar con mis
maravedíes; parece ser que esta moneda ya no se usa, como tampoco los reales de
plata ni los ducados, sino unas piezas que llaman euros. Tal vez palabra
portuguesa para decir oros; mas oros no son, doy fe.
Advirtiome Isaac que nada llevase de vuelta, mas no me supe
resistir. Cuando nadie miraba tomé unos pergaminos que sobre una mesa había y
los guardé en mi jubón; tenían letras pequeñas dibujadas iguales, ¿cómo lo
lograban?
Capítulo sexto, que
trata el retorno a los tiempos de hoy y que da fin a aquesta historia.
Entendí que, si no regresaba presto, sería incapaz de
encontrar mi puerta. Le pedí a Sonsoles que viniera conmigo a mi siglo y aceptó
para mi asombro. Salimos del mesón y púseme los anteojos. Busqué la puerta y me
costó hallar que tomar debía. Por fin la encontré, apreté el sol de mi cuello,
abriose y díjele a Sonsoles que saltara. Los dos caímos en la caverna oscura.
Ella gritó de espanto, mientras dábamos muchas vueltas, hasta que salimos en la
cueva de donde partí.
Asaz me costó que Sonsoles entendiera el viaje que habíamos
hecho y fue muy a su pesar, pues creerlo no quiso hasta que pisó la ciudad y
también las bostas que sobre ella había. Mucho se asustó al ver las calles, sin
dejar de quejarse de que todo olía muy mal. Hízome prometerle que la devolvería
a su tiempo, mas debíamos esperar unos días a que la puerta indicada apareciera
de nuevo en la cueva.
—No tiene batería —lloró, mirando su espejuelo, que había
perdido el brillo—. ¿Dónde lo enchufo?
—Decís palabras que no comprendo.
Miré cómo buscaba por todas las paredes unos «enchufos», que
nunca hallamos.
—¿Qué es eso?
Se refería a los pergaminos que yo había tomado de donde nos
sirvieron las cañas y las papatas
revuelconas.
—Es el Diario de Ávila —díjome y tomolo de mi mano—. No me
lo puedo creer, mira esta noticia. —Leyó—: Hallazgo arqueológico sorprendente.
En las excavaciones llevadas a cabo en el palacio de los Águila se ha
encontrado un utensilio totalmente degradado, del tamaño de un pequeño espejo.
Su análisis químico ha desvelado que sus componentes se corresponden con los
materiales de un teléfono móvil actual, alguno de los cuales no existían hace
seiscientos años, que es la fecha en que se ha datado el misterioso objeto.
Yo nada entendía y hubo de explicármelo.
—Lo que van a encontrar en el futuro es mi teléfono móvil,
¿no te das cuenta? —Mostrome su espejuelo—. Este que tengo aquí con la batería
muerta.
Lo explicó, digo, mas no digo que yo lo entendiera. Sonrió y
agarrome de la mano.
—Corre, vamos hasta ese palacio, que yo sé dónde está, o dónde estará si aún no lo han construido, que tenemos que enterrar mi móvil allí antes de que regrese a mi tiempo.
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