martes, 15 de marzo de 2016

Reo de muerte

El reo había decidido no dormir en toda la noche. Si lo íbamos a ejecutar en cuanto los primeros rayos del sol aparecieran por el horizonte, mejor sería no perder el tiempo durmiendo, para así poder ponerse en paz consigo mismo. Aún tenía por delante casi nueve horas, toda una eternidad, todo un abismo, para quien tiene su fin prefijado.

Supe todo lo que pensó aquella noche, a pesar de que no intercambiamos palabra alguna. Y lo supe tan solo mirándole a la cara. Yo era su guardián y él, pocas horas antes, había sido mi compañero de milicias, a pesar de lo cual, yo estaba armado para impedir que se escapara, dispuesto a adelantar su muerte si lo intentara. Y lo haría, por la cuenta que me tenía. Mirándolo fijamente, fui testigo de todos sus gestos y supe lo que pensó durante esas horas. Desde la angustia primera a la paz interior al borde del amanecer.

Primero repasó su vida, dándose cuenta de que había sido feliz.

Luego hizo memoria de cómo lo habían obligado a participar en esa guerra que no era la suya, y cómo le habían forzado a aprender a manejar un fusil, que nunca tuvo intenciones de utilizar.


Durante la batalla de la mañana, se agazapó en la trinchera, haciendo como si disparase, cubriéndose con el ruido de todos los demás.

Cuando acabó la refriega, tan solo capturaron vivo a un guerrillero. Lo pusieron de rodillas en el suelo, con las manos sobre la nuca, mientras el joven oficial mandaba formar a su tropa para pasar revista. Era un imberbe veinteañero, con el rango de capitán logrado en una academia militar donde se encontraba cuando estalló la guerra, habiéndose beneficiado de la graduación por la necesidad de mandos profesionales. Éste había sido su bautizo de fuego y la estrategia, aunque había sido simple, estuvo dirigida por él, no se había amilanado y había tenido los santos cojones de imponerse a gritos a sus hombres. La tensión de poner en riesgo la vida le hizo rebosar de vigor. Él era quien mandaba y no el veterano sargento chusquero que nerviosamente obedecía sus órdenes.

Cuando estuvieron todos marcialmente formados, el capitán comprobó uno a uno los fusiles, quitándoselos de la mano a los soldados y devolviéndoselos de forma displicente. A uno le dijo que se abrochara la camisa, pues estaba desabotonada hasta medio pecho y añadió que no lo fusilaba en ese momento porque lo había visto comportarse como un héroe poco antes. Obviamente, el resto se abotonó hasta la barbilla.

Entonces le tocó el turno a él.  El capitán le cogió el fusil, descerrajó el cargador y comprobó que tenía todas las balas.

–Está frío¼

Él comenzó a sudar perlas líquidas.

–Este hijoputa no ha tirado un solo tiro –dijo sin mirarle, volviendo el rostro hacia los demás–. ¡Tú! ¿Has disparado? Contesta.

–No, mi capitán –confesó.

–Y encima lo admite, el muy cabrón. ¿Acaso eres un traidor? ¿Querías ver muertos a tus compañeros?

–Nada me han hecho los enemigos¼

–¡Cómo te atreves a pensar por tu cuenta! Tú eres un puto soldado que está bajo mis órdenes, y yo ordené disparar a matar. ¡Tráeme al prisionero! –dijo al que lo custodiaba, volviéndose hacia él y señalándolo con el dedo.

El prisionero llegó ante el oficial con la cabeza baja, conducido a empellones por su guardián. El capitán levantó con ímpetu el fusil que apoyaba en el suelo y se lo devolvió a su propietario.

–Tu vida depende de que atravieses el cráneo a este enemigo.

Tímidamente agarró el arma que le ofrecía su superior, pero miró fijamente los ojos asustados del prisionero y bajó el fusil.

Entonces el joven oficial le apuntó a él con su pistola. En aquel momento fue valiente, sabía que iba a morir y deseaba que fuera rápido,  tuvo la seguridad de que había hecho bien, moría en paz. Pero el capitán en lugar de dispararle, se giró y voló los sesos al prisionero, salpicando de pedazos sanguinolentos al asustado soldado que lo custodiaba. La frialdad de la ejecución heló las venas a todos los presentes.

–Gilipollas –le gritó tan cerca de la cara, que le salpicó de saliva las narices–. El prisionero está muerto y no le has salvado la vida. Si le hubieras matado tú, en lugar de yo, habrías preservado la tuya. Así te vas a ir al infierno a encontrarte con este desgraciado; pero lo harás mañana, al amanecer, para  que pases una noche entera esperando la muerte y puedas reflexionar sobre tu cobardía. A ver si así te arrepientes.

Y pasó la noche bajo mi custodia, pero no se arrepintió, lo sé.

Cuando la claridad del día empezaba a iluminar la pequeña estancia, despertó sobresaltado, siendo consciente de que a pesar de todo se había quedado dormido. ¿Cómo era posible que ante esas circunstancias terribles hubiera podido conciliar el sueño? Sin duda el cansancio. Llevábamos varios días recorriendo los riscos, sin apenas comer, pasando sed y cargando con el petate. Luego la tensión de la batalla…

Sin tiempo a reaccionar, se abrió la puerta y penetraron dos sombras a contraluz. Él se puso en pie y se dirigió a mí:

–No necesito perdonarte, porque no eres culpable, tú eres tan víctima de esto como yo. Diles a los del pelotón de fusilamiento que muero sin rencor. Vosotros vivís en guerra, pero yo muero en paz.

Lo único que siento es que no tuve el valor de dirigirle la palabra en todo el tiempo que le custodié. Al menos debí haberle dicho que admiro su valor...

Tanto como detesto mi cobardía.

2 comentarios:

  1. hermosa historia. Del estilo de las de "Los girasoles ciegos" de Alberto Méndez, libro recomendabilísimo.

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    1. Gracias por la comparación, y por expresar tu opinión que valoro en todo lo que vale.

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