El reo había decidido no dormir en toda la noche. Si lo
íbamos a ejecutar en cuanto los primeros rayos del sol aparecieran por el
horizonte, mejor sería no perder el tiempo durmiendo, para así poder ponerse en
paz consigo mismo. Aún tenía por delante casi nueve horas, toda una eternidad,
todo un abismo, para quien tiene su fin prefijado.
Supe todo lo que pensó aquella noche, a pesar de que no
intercambiamos palabra alguna. Y lo supe tan solo mirándole a la cara. Yo era
su guardián y él, pocas horas antes, había sido mi compañero de milicias, a
pesar de lo cual, yo estaba armado para impedir que se escapara, dispuesto a
adelantar su muerte si lo intentara. Y lo haría, por la cuenta que me tenía.
Mirándolo fijamente, fui testigo de todos sus gestos y supe lo que pensó
durante esas horas. Desde la angustia primera a la paz interior al borde del
amanecer.
Primero repasó su vida, dándose cuenta de que había sido
feliz.
Luego hizo memoria de cómo lo habían obligado a participar
en esa guerra que no era la suya, y cómo le habían forzado a aprender a manejar
un fusil, que nunca tuvo intenciones de utilizar.
Durante la batalla de la mañana, se agazapó en la trinchera,
haciendo como si disparase, cubriéndose con el ruido de todos los demás.
Cuando acabó la refriega, tan solo capturaron vivo a un
guerrillero. Lo pusieron de rodillas en el suelo, con las manos sobre la nuca,
mientras el joven oficial mandaba formar a su tropa para pasar revista. Era un
imberbe veinteañero, con el rango de capitán logrado en una academia militar
donde se encontraba cuando estalló la guerra, habiéndose beneficiado de la
graduación por la necesidad de mandos profesionales. Éste había sido su bautizo
de fuego y la estrategia, aunque había sido simple, estuvo dirigida por él, no
se había amilanado y había tenido los santos cojones de imponerse a gritos a
sus hombres. La tensión de poner en riesgo la vida le hizo rebosar de vigor. Él
era quien mandaba y no el veterano sargento chusquero que nerviosamente
obedecía sus órdenes.
Cuando estuvieron todos marcialmente formados, el capitán
comprobó uno a uno los fusiles, quitándoselos de la mano a los soldados y
devolviéndoselos de forma displicente. A uno le dijo que se abrochara la
camisa, pues estaba desabotonada hasta medio pecho y añadió que no lo fusilaba
en ese momento porque lo había visto comportarse como un héroe poco antes.
Obviamente, el resto se abotonó hasta la barbilla.
Entonces le tocó el turno a él. El capitán le cogió el fusil, descerrajó el
cargador y comprobó que tenía todas las balas.
–Está frío¼
Él comenzó a sudar perlas líquidas.
–Este hijoputa no ha tirado un solo tiro –dijo sin mirarle,
volviendo el rostro hacia los demás–. ¡Tú! ¿Has disparado? Contesta.
–No, mi capitán –confesó.
–Y encima lo admite, el muy cabrón. ¿Acaso eres un traidor?
¿Querías ver muertos a tus compañeros?
–Nada me han hecho los enemigos¼
–¡Cómo te atreves a pensar por tu cuenta! Tú eres un puto soldado
que está bajo mis órdenes, y yo ordené disparar a matar. ¡Tráeme al prisionero!
–dijo al que lo custodiaba, volviéndose hacia él y señalándolo con el dedo.
El prisionero llegó ante el oficial con la cabeza baja,
conducido a empellones por su guardián. El capitán levantó con ímpetu el fusil
que apoyaba en el suelo y se lo devolvió a su propietario.
–Tu vida depende de que atravieses el cráneo a este enemigo.
Tímidamente agarró el arma que le ofrecía su superior, pero miró
fijamente los ojos asustados del prisionero y bajó el fusil.
Entonces el joven oficial le apuntó a él con su pistola. En
aquel momento fue valiente, sabía que iba a morir y deseaba que fuera rápido, tuvo la seguridad de que había hecho bien, moría
en paz. Pero el capitán en lugar de dispararle, se giró y voló los sesos al
prisionero, salpicando de pedazos sanguinolentos al asustado soldado que lo
custodiaba. La frialdad de la ejecución heló las venas a todos los presentes.
–Gilipollas –le gritó tan cerca de la cara, que le salpicó
de saliva las narices–. El prisionero está muerto y no le has salvado la vida.
Si le hubieras matado tú, en lugar de yo, habrías preservado la tuya. Así te
vas a ir al infierno a encontrarte con este desgraciado; pero lo harás mañana,
al amanecer, para que pases una noche entera
esperando la muerte y puedas reflexionar sobre tu cobardía. A ver si así te
arrepientes.
Y pasó la noche bajo mi custodia, pero no se arrepintió, lo
sé.
Cuando la claridad del día empezaba a iluminar la pequeña
estancia, despertó sobresaltado, siendo consciente de que a pesar de todo se
había quedado dormido. ¿Cómo era posible que ante esas circunstancias terribles
hubiera podido conciliar el sueño? Sin duda el cansancio. Llevábamos varios
días recorriendo los riscos, sin apenas comer, pasando sed y cargando con el
petate. Luego la tensión de la batalla…
Sin tiempo a reaccionar, se abrió la puerta y penetraron dos
sombras a contraluz. Él se puso en pie y se dirigió a mí:
–No necesito perdonarte, porque no eres culpable, tú eres
tan víctima de esto como yo. Diles a los del pelotón de fusilamiento que muero
sin rencor. Vosotros vivís en guerra, pero yo muero en paz.
Lo único que siento es que no tuve el valor de dirigirle la
palabra en todo el tiempo que le custodié. Al menos debí haberle dicho que
admiro su valor...
Tanto como detesto mi cobardía.
hermosa historia. Del estilo de las de "Los girasoles ciegos" de Alberto Méndez, libro recomendabilísimo.
ResponderEliminarGracias por la comparación, y por expresar tu opinión que valoro en todo lo que vale.
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